[ Una famosa página
de Blake hace del tigre un fuego que resplandece y an arquetipo eterno del Mal
; prefiero aquella sentencia de Chesterton, que lo define como un símbolo de
terrible elegancia. No hay palabras, por lo demás, que puedan
ser cifra del tigre, esa forma que desde hace siglos habita la imaginatión de
los hombres. Siempre me atrajo el tigre. Sé que me demoraba, de niño, ante
cierta jaula del Zoológico: nada me importaban las otras. Juzgaba a las
encyclopedias y a los textos de historia natural por los grabados de los tigres.
Cuando me fueron revelados los “Jungle Books” me desagradó que Shere Khan, el
tigre, fuera el enemigo del héroe. A lo largo del tiempo, ese curioso amor no
me abandonó. Sobrevivió a mi paradójica voluntad de ser cazador y las communes
vicisitudes humanas. Hasta hace poco –la fecha me parece lejana, pero en
realidad no lo es- convinió de un modo tranquilo con mis habituales tareas en
la Universidad de Lahore. Soy professor de lógica occidental y oriental y
consagro mis domingos a un seminario sobre la obra de Spinoza. Debo agregar que
soy escocés; acaso el amor de los tigres
fue el que me trajo de Aberdeen al Punjab. El curso de mi vida ha sido común,
pero en los sueños siempre vi tigres. (Ahora los pueblan otras formas.)
Más de una vez
he referido estas cosas y ahora me parecen ajenas. Las dejo, sin embargo, ya
que las exige mi confesión.]